sábado, 20 de marzo de 2010

LOS OTROS, ESOS INSOPORTABLEMENTE RUIDOSOS


Cuando el silencio se congestionó, el ruido, monótonamente cumbiero, se apiñó como si fuera una finísima agujita sobre las venas (blandas y licuosas) de mi cabeza. Agitadas, palpitando arrítmicamente, me tiraron al exterior. Un lugar en donde hace tiempo, desapareció el silencio. Estábamos en un colectivo, un cubo reducido que no repara en sujetos irrespetuosos. Una anarquía irreparablemente permisiva. Pensé, durante todo el viaje, en las más de mil palabras que podía decirles para callarlos. No lo logré. Sólo me surgieron protestas internas que exteriorizaré en este papel gris o, presidencialmente hablando, en algunas insuficientes letras de molde.

Será moda, necesidad, hábito o pasatiempo, lo que sea, no me importa, es molesto de todos modos. Que un individuo ponga música a todo volumen con el altavoz de su celular durante un viaje de cuarenta minutos, es molesto. Somos muchos, cada vez más apretujados y esto, convengamos, no colabora con una feliz convivencia ciudadana.

Los hombres sin silencios son una hibridación cultural que agita, demanda y ensambla en los cuerpos un exterior infértil y fragmentado por el ruido. Anarquistas. Irreverentes. Asfixiantes. Amantes acérrimos de las nuevas tecnologías (que cada vez nos aturden más). Son individuos incapaces de respetar los silencios ajenos y capaces de generar toda clase de ruidos. Abusan de sus libertades en una cultura que los infla ante una masa que no los detiene. En el amuche, todos, ellos, algunos o nadie, da lo mismo quién esté al lado, soportan la densidad de una población cada vez más densa, desinteriorizada y banal.

Así es como los hombres sin silencios activan dondequiera que estén el altavoz de su celular. Hombres Light, posmodernos por excelencia, buscan en el ruido la adaptación al mundo actual, tapando los huecos incómodos que suponen los silencios. Escuchar. Gritar. Moverse. Escuchar. Gritar. Moverse. Como un círculo sin pausa que nunca se detiene a sentir el sonido de la nada misma. Puede ser en cualquier lugar, en todos los sitios que estén, está su ruido.

Sienten la necesidad de incorporar una exterioridad ruidosa y, el colectivo, es su cubito de preferencia. No soportan la calma de un sórdido viaje, el horizonte de una ruta ociosa o el bamboleo adormecedor del autobús. Ponen su música sin preguntar, imponen el ruido y destrozan el silencio de todos, que estamos ahí, sin salida, con los cuerpos que se pegan unos a otros, embobados con el movimiento del colectivo. La cumbia, monótona, insoportablemente feliz, suena. Suena. Suena. Nada los detiene.

Es la segunda vez, ahora los tengo atrás. Me doy vuelta y los miro. No se inmutan. Nadie se inmuta. Naturalmente, así es como funciona la sociedad permisiva, en donde todo vale y quién se siente molestado siente a su vez vergüenza de expresarlo. Entonces no me animo a silenciarlos, los dejo reír aunque ellos no me dejan pensar, mueven el celular como si fuera el palillo de una batería, los piecitos inquietos como queriendo bailar sentados.

Es música, claro, por lo tanto no puedo pedirles que dejen de hacer ruido, aunque es un sonido abusivo en su redundancia y estribillos pegadizos, una vibración que mi oído capta y transforma en impulsos nerviosos. En muchos impulsos nerviosos que llegan a mi cerebro y laten de manera desesperada. Pero un sonido no deseado deja de ser sonido para pasar a ser ruido, la cumbia que silba inescrupulosa a mis espaldas, en este momento es una música impuesta. En consecuencia, la música, que es sonido, cuando es música impuesta se convierte en ruido. Leí este análisis en El silenciero de Di Benedetto y fue como leer mi sufrimiento.

Cuando los animales son asediados por el ruido, reaccionan huyendo, escondiéndose o enfrentándose agresivamente a su causa. El ser humano no es la excepción. Pero no me es posible huir, aún quedan veinte minutos de viaje. Por lo que deduzco que, a diferencia de los animales, la reacción humana es con frecuencia inhibida por la voluntad, lo que incrementa el nivel de estrés.

Estoy estresada. El colectivo mantiene su andar sigiloso, había soñado con zambullirme en sus asientos, dormir unos minutos o pensar con el horizonte gris de la ruta deshaciéndose en la velocidad, pero la cumbia vino para arruinarme los minutos de silencio. ¿Que pasaría si de las veinte personas que viajan en este colectivo, diecinueve deciden escuchar música a través del altavoz del celular? ¿Alguien escucharía algo? ¿Qué es lo que hace pensar a una de esas veinte personas que su música es la única posible? ¿Para qué existen los auriculares?

Pero la consigna de la época es vivir inmersos en el ruido, como encarnación exitosa de la actividad constante, del funcionamiento febril de las máquinas productivas. El silencio, sinónimo de quietud, es un valor despreciado por la cultura actual.

En ésta dinámica maquinal de nunca-parar-de-moverse, los jóvenes ya no aguantan un viaje sin el inestable ruido externo de los altavoces de sus celulares.

Los casos se multiplican, otro ejemplo lo padecí una tarde, después de almorzar. La cumbia, de vuelta feliz, traspasaba las paredes para instalarse en la habitación. Cerré las ventanas, las puertas, me corrí de habitación y nada. Esta vez no pensé, salí a la guerra. “Si no apagan la música voy a llamar a la policía”, dije luego de embutirme en la construcción del edificio. Los obreros dejaron caer sus ojos hasta mis rodillas, el estribillo de la cumbia fluía más feliz entre los pisos llenos de escombros, tenía la piel violácea, casi afiebrada, con la vena que aún me palpitaba en la cabeza. “¿Cómo?”, me contestó uno circundado por las risas de sus compañeros. “Quiero hablar con el encargado”, dije sacudiéndome el polvillo de las manos. “Si, soy yo”, dijo uno de más atrás.

“Quiero que apaguen la música que están escuchando. Vivo enfrente y en mi habitación tengo una ventana que da al techo y por el techo entra la música que están escuchan en el último piso de este edificio. Sino la cortan voy a llamar a la policía”, volví a amenazar. Y la cortaron. Pero la encendieron días después y volví a la guerra. Una vez más y otra vez hasta que nunca más sonó la cumbia por mi ventana. Que al ser impuesta, era ruido.

Los hombres con silencios deberíamos seguir levantando la voz, o la mano, como escribe Antonio Di Benedetto en El Silenciero: “Qué baste levantar la mano y decir: no me hagas daño. Y el otro se abstenga, al comprender que, para alguien, su jazmín es una lanza”.

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